DIARIO DE VIAJE: NEUQUEN
Magia en Villa Traful
Esta apacible aldea de montaña es paraíso de pescadores de salmón, y un refugio perfecto para el espíritu.
Néstor López.
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Un embotellamiento de autos interminable. Caos, bocinazos, búsquedas infructuosas por salir hacia ningún lado. Suena un teléfono celular, el reloj avanza inexorablemente y ya es un hecho que será imposible no llegar tarde. Cualquier persona en esa situación, a punto de llegar al pico de stress tan temido, puede intentar cerrar los ojos para abstraerse del mal urbano y buscar en la memoria un paisaje que lo tranquilice. Y es posible que ese paisaje sea muy parecido al de Villa Traful.
Montañas con picos nevados, un lago transparente que toma las tonalidades del cielo, el verde interminable de un bosque de cipreses, la naturaleza que entra por los pulmones para purificar la mente. Paz, tranquilidad, silencio. Esa es la primera imagen y las primeras sensaciones que entrega Villa Traful, una pequeña aldea de montaña enclavada dentro del Parque Nacional Nahuel Huapi, a orillas del lago Traful. Un lugar ideal para disfrutar de la naturaleza en estado puro y olvidarse del mundo.
Para llegar hay que desafiar los típicos caminos de ripio del sur. Desde Bariloche son 65 kilómetros de asfalto y 35 de tierra por el Valle Encantado. Una vez en la villa de 144 hectáreas, donde apenas viven 400 pobladores y hay capacidad para recibir 200 turistas, es imposible no asombrarse ante la belleza infinita del paisaje. Una calle de ripio recorre unas seis cuadras copiando el dibujo natural del lago. Sobre ella se levantan las hosterías, cabañas, restaurantes, casas de té y proveedurías que terminan en la única estación de servicio, totalmente integradas al paisaje con su construcción tradicional de madera y piedra. Allí, también, aparece el muelle de madera donde descansan algunas lanchas y unos pocos botes.
El paraíso de los pescadores (en Traful es posible toparse con el mejor salmón encerrado del mundo por su pureza) nació a principios del siglo pasado, cuando los primeros visionarios (de origen mapuche y norteamericano) construyeron el viejo muelle a metros del actual. Hoy la pesca sigue siendo una de las actividades principales de la villa. Pero se fueron agregando, de a poco, cabalgatas, senderismo, paseos en lancha, avistajes de fauna. Los guías del lugar están preparados para hacer que el visitante se integre a la naturaleza. Una cabalgata que sale del centro rumbo a la cascada del arroyo Coa Có no lleva más de dos horas y cuesta $ 30. Pero el desafío mayor es animarse (por $ 15 la hora) a llegar hasta la cascada Ñivinco, primero en camioneta por la ruta 65 hasta Portezuelo, donde quedan los vehículos al costado del río Pichi Traful para seguir a caballo o caminando. Hay que internarse en un bosque que parece extraído de un cuento de hadas y recorrer más de una hora entre ñires, cañas y colihues para llegar al primer salto. Y media hora
más para asombrarse con cuatro saltos de increíble belleza que forman terrazas con flores silvestres de todos los colores imaginables.
Los mismos lugareños no van a permitir que ningún turista se vaya sin desandar los cuatro kilómetros que separan la villa del mirador. Una construcción natural de 100 metros de altura que cae como una pared sobre el lago y permite que se forme un balcón natural donde dan ganas de agradecer a quién sea la oportunidad de vivir algo así. En lancha se puede llegar hasta la laguna Las Mellizas, atravesando el lago Traful, con caminata hasta las pinturas rupestres ($ 45 por persona) o recorrer el bosque sumergido (el sueño de cualquier aficionado al buceo) por $ 35.
En Traful la calma es tal que no hay señal de celular ni cajero automático. Pero a cambio es posible maravillarse con el majestuoso vuelo de un cóndor, degustar los mejores chocolates artesanales, cenar ciervo o trucha con vista a las estrellas, visitar artesanos de la zona y desayunar con pan casero untado con los dulces más exquisitos. Y con un poquito de suerte, además, para comple tarla, es posible que una leve nevada pinte de blanco todo el bosque con copos que caen parsimoniosamente abriéndose paso entre los árboles. Una omagen imborrable, como para volver a casa y reírse a carcajadas de los embotellamientos
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Fuente Diario Clarin